DEL PADRENUESTRO A LA VIOLENCIA INSTITUCIONAL DEL LENGUAJE

Nota de opinión de Pedro Pesatti (*): En el centro del Padrenuestro, la oración más antigua y difundida del cristianismo, aparece una palabra que, a primera vista, parece menor. No se pide allí el perdón por los pecados, ni por los errores, ni siquiera por las culpas. Se pide perdón por las ofensas. Ese término —aparentemente blando, casi anodino— encierra, sin embargo, una clave de lectura más profunda sobre la dinámica humana que muchos tratados filosóficos.
No hay mención al crimen, ni a la transgresión legal, ni siquiera a la inmoralidad. Hay una referencia directa al daño relacional: a aquello que rompe el vínculo entre las personas, que desarticula la convivencia, que impide la comunidad.
Esta elección —porque las palabras en los textos fundacionales nunca son casuales— condensa una antropología política. El cristianismo, en su forma más elemental, parece advertir que la verdadera amenaza no es la infracción abstracta sino el gesto concreto que quiebra el lazo. La ofensa no es un pecado capital ni un delito tipificado. Es, más bien, una práctica corrosiva que, al hacerse hábito, destruye el andamiaje invisible sobre el que se construyen las sociedades.
Ahora bien, ¿por qué detenernos hoy en la ofensa? Porque el uso de la ofensa como herramienta de relación interpersonal —y, sobre todo, como técnica de ejercicio del poder— se ha vuelto una constante en el ecosistema institucional de la Argentina. Ya no se trata de incidentes aislados o deslices retóricos.
Nos encontramos, cada vez más, ante una sistematización de la agresión verbal como forma de gobierno. La palabra, que en la tradición republicana debía ser puente, mediación, argumento, se ha transformado en proyectil y veneno.
El fenómeno no es nuevo, pero ha alcanzado en los últimos tiempos una intensidad inédita. El discurso público, en lugar de organizar el disenso, lo exacerba; y, en lugar de ordenar el conflicto, lo desestructura. Todo ello lo hace con una particularidad significativa: desde el vértice del poder, no desde los márgenes. Es decir, el agravio no baja como residuo de la vida partidaria, sino como conducta oficial. En consecuencia, se produce un fenómeno de legitimación invertida: insultar ya no es un desliz, es un estilo.
En este punto conviene hacer una distinción conceptual. La ofensa no debe confundirse con la crítica ni con la confrontación. La política es, por definición, el espacio del conflicto. Pero la crítica presupone el reconocimiento del otro como interlocutor válido. La ofensa, en cambio, niega esa legitimidad.
El Padrenuestro, desde este ángulo, opera como un espejo invertido. Su pedagogía —perdonar las ofensas y pedir ser perdonado por ellas— presupone una arquitectura ética que parece completamente ajena al estado actual del lenguaje público. Porque perdonar implica reconocer que se ha dañado. Y, sobre todo, implica decidir no reproducir ese daño. Requiere autolimitación, algo que el poder —cuando no encuentra contrapesos— tiende a perder.
La expansión de esta lógica ofensiva produce, además, un efecto de arrastre. Cuando desde la cúspide del Estado se ejerce la injuria como mecanismo de autoridad, lo que se genera no es solo una distorsión discursiva. Se produce una doctrina de la desintegración. El ciudadano, frente a ese modelo, imita. Y así, la violencia verbal —instalada como performance institucional— desciende a las capas bajas de la sociedad, y se vuelve método en las redes, en la calle, en los vínculos más elementales. El resultado es una sociabilidad quebrada, donde el otro no es adversario, sino un enemigo liso y llano.
En este punto aparece una paradoja que merece subrayarse. El mismo texto que enseñó a millones a articular su vínculo con lo trascendente hoy ofrece una clave para pensar la política: “Perdona nuestras ofensas, como también nosotros perdonamos a los que nos ofenden.” La frase encierra una reciprocidad, una ética de la simetría. No se trata de un gesto piadoso, sino de una lógica relacional. No hay sociedad posible sin ese mínimo acuerdo: reconocer la herida que se inflige y abrir la posibilidad de recomposición.
Por eso, hablar de la ofensa no es un ejercicio teológico. Es una necesidad institucional. Porque, en términos concretos, ninguna arquitectura republicana puede sostenerse sobre el desprecio. Ninguna gobernabilidad es viable si se basa en la degradación sistemática del otro. Y, sobre todo, ningún liderazgo que naturalice la ofensa puede evitar que esa ofensa, con el tiempo, se le vuelva en su contra.
En definitiva, lo que está en juego no es una cuestión de formas. Es una disputa por el sentido del poder y de la palabra. La ofensa es barata, rápida, eficaz. El perdón, en cambio, exige tiempo, elaboración y renuncia. Pero solo este último —el tiempo— es capaz de suturar la herida. El Padrenuestro lo entendió hace dos mil años.
Tal vez haya llegado el momento de recordarlo a cada rato, para interpelarnos como individuos y como sociedad, antes de que la ofensa —el peor de los pecados— nos destruya a unos y a otros por haber naturalizado una falta tan grave, como lo señala la oración inspirada por el propio Jesucristo.
(*) Pedro Pesatti es Vice Gobernador de Rio Negro