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Inicio›Cultura›LA GUERRA DONDE TODOS CAMBIARON DE BANDO Y TRAS OCHO AÑOS TODO QUEDÓ IGUAL

LA GUERRA DONDE TODOS CAMBIARON DE BANDO Y TRAS OCHO AÑOS TODO QUEDÓ IGUAL

Publicado por BarilocheD
11 octubre, 2025
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A Julio II no le apodaban el Papa terrible (o, también, el Papa guerrero) porque sí. Ha pasado a la Historia como el pontífice que apadrinó a artistas como Miguel Ángel, Bramante o Rafael, practicó el nepotismo con muchos miembros de su familia (los Della Rovere) y puso fin al poder de César Borgia. Pero también se ganó un segundo mote, el Papa guerrero, por los tejemanejes políticos con los que metió a los Estados Pontificios en una guerra europea en la que usó a Venecia y Francia como aliadas o enemigas, según le conviniera, entre otros estados junto a los que creó la Liga de Cambrai para ello.

Ocho años duró aquella contienda, también conocida como Tercera Guerra Italiana, originada por el plan de Julio II de poner coto a la creciente influencia que estaba adquiriendo en el norte de Italia la Serenísima República de Venecia, al aprovechar ésta la muerte del papa Alejandro VI y la consiguiente pérdida de la Romaña -una región septentrional que abarcaba casi desde el Tirreno al Adriático- por parte de su hijo César. Los venecianos vieron en ello una oportunidad de compensar las pérdidas sufridas en su reciente choque con los turcos y en 1503 se apoderaron de Rímini, Faenza y otras plazas.

El nuevo Papa, dispuesto a quitar de enmedio cualquier recuerdo de los Borgia, encarceló a César y exigió a Venecia la devolución de la Romaña, cuya ubicación resultaba de gran interés estratégico para controlar las comunicaciones entre la península italiana y el resto del continente. Los venecianos se mostraron dispuestos a reconocer la soberanía papal y a pagarle un tributo, pero no a entregar las ciudades exigidas -entre ellas las mencionadas Rímini y Faenza, además de Rávena-, con lo que el temperamental Julio II decidió crear una alianza contra ellos en 1508.

Así nació la Liga de Cambrai, a la que se adhirieron Luis XII de Francia, Maximiliano I de Austria y Fernando II de Aragón más el Duque de Ferrara y el Marqués de Mantua, todos ellos con intereses antivenecianos. Aunque oficialmente se adujo que el motivo de la firma era unirse contra el turco, en realidad los franceses aspiraban a engrosar el Milanesado con Brescia, Cremona, Bérgamo y Crema, mientras que los aragoneses querían Otranto, Bríndisi, Mola di Bari, Polignano a Mare, Monopoli y Trani. Asimismo, Maximiliano, que acababa de tomar Istria, ambicionaba Verona, Padua, Vicenza y la región de Friul.

Como se ve, el Sacro Imperio ya había iniciado las hostilidades debidamente animado por el Papa. Al frente de un ejército, invadió territorio veneciano con la excusa de ir a Roma para la coronación imperial, pero resultó derrotado en la batalla de Cadore y su contraataque también fracasó, permitiendo que el enemigo conquistase el condado de Gorizia. El emperador estaba negociando una tregua cuando recibió la oferta de incorporarse a la Liga de Cambrai con la promesa de recuperar Trieste y ganar las plazas antes reseñadas.

Julio II emitió un interdicto (censura eclesiástica) contra Venecia, que reunió un ejército de cincuenta mil hombres para afrontar el avance iniciado por cuarenta mil franceses. Sin embargo, los condotieros contratados ad hoc no supieron coordinarse y en 1509 los galos se impusieron en la batalla de Agnadello, que permitió a Luis XII controlar Lombardía. Las otras ciudades quedaron indefensas y se rindieron a Maximiliano, mientras las tropas pontificias ocupaban la Romaña y Rávena. Fernando, como estaba previsto, obtuvo Nápoles, Mantua y Ferrara.

Todo parecía haber acabado, pero los lansquenetes imperiales no supieron ganarse a la población de Padua, que al llegar el verano se rebeló contra ellos con ayuda de los venecianos; así recuperaron la ciudad. Un nuevo fracaso del emperador cuando regresó para sitiarla terminó con una cadena de victorias enemigas, que fue recuperando una tras otra las plazas perdidas; únicamente sufrió una derrota fluvial en el río Po, a manos de la artillería del duque de Ferrara. Eso sí, fue suficiente para entender que aquello podía prolongarse demasiado, por lo que el Senado de la Serenísima abrió negociaciones con el Papa.

Ambas partes alcanzaron un acuerdo a principios de 1510, pero los otros miembros de la Liga -que intentaron infructuosamente la incorporación de Hungría y Bohemia, con reivindicaciones sobre Dalmacia- no detuvieron sus operaciones e invadieron territorio veneciano. Eso preocupó a Julio II; había levantado el interdicto y abandonado la alianza que él mismo fundase para encontrase ahora con que el riesgo de una hegemonía norteña de Venecia había sido sustituido por el de una hegemonía de Francia, dueña ahora del Ducado de Milán y la República de Génova.

Tenía además el apoyo del duque de Ferrara, Alfonso I de Este (el marido de Lucrecia Borgia), que rompió con su antiguo aliado por el monopolio del comercio de sal y su insistencia en quitarles Polesine a los venecianos. Entonces, haciendo bueno uno de sus eslóganes, «¡fuera los bárbaros!», el Papa dio un giro de ciento ochenta grados a la situación anterior y se dispuso a hacerles frente a los que ya consideraba enemigos. Para ello, contrató mercenarios suizos, que mandó contra Milán; pactó con los genoveses exiliados; ofreció Verona a los venecianos; y envió a su propio ejército contra Módena.

Luis XII no sólo consiguió capear el temporal sino que tomó Bolonia, amenazando otra vez la Romaña. También consiguió el visto bueno de Maximiliano para convocar a finales de 1511 el Concilio de Pisa, en el que esperaba que Julio II fuera depuesto; lamentablemente para él, sólo acudieron cinco cardenales. El Papa respondió convocando el V Concilio de Letrán y organizando una nueva alianza, la Liga Santa. Aparte de los Estados Pontificios, se sumaron Suiza, Aragón y Castilla -donde ahora Fernando reinaba como regente de su hija, Juana la Loca-, la Inglaterra del joven Enrique VIII y, vueltas que da la vida, la República de Venecia. Más tarde lo haría también el Sacro Imperio.

Todos esperaban sacar tajada, por supuesto. Los españoles aspiraban a arrebatar Navarra a la reina Catalina I de Foix y Lombardía a los franceses; los ingleses veían la ocasión de ampliar sus posesiones en el norte de Francia y, de hecho, antes habían firmado con Fernando de Aragón el Tratado de Westminster que identificaba a Luis XII como enemigo común; Maximiliano aguardó prudentemente a la oficialización de la tregua con Venecia en 1512 para ingresar en la Liga Santa. Y así empezó otra guerra.

Los venecianos expulsaron a los galos de Vicenza mientras Módena caía en manos del condotiero Francesco Maria della Rovere, duque de Urbino y sobrino del Papa; éste excomulgó a Alfonso de Este y se desplazó a Bolonia para preparar la toma de Ferrara. Sin embargo, el general francés Carlos II de Amboise sobornó a los suizos y marchó hacia el centro de Italia, sabiendo que los boloñeses detestaban a los pontificios. Julio II se vio en una comprometida situación, escoltado únicamente por una exigua compañía veneciana de caballería. Desesperado, excomulgó a Carlos II.

Pero el de Amboise había sido disuadido de atacar por los ingleses y se retiró a Ferrara. Poco después fallecía intentando romper Mirandola, que estaba sitiada por las fuerzas papales y cayó en su poder al empezar 1511. Entretanto, el duque de Urbino venció a los venecianos y Julio II, que corría el peligro de quedar aislado en una Bolonia hostil, tuvo que refugiarse en Rávena, su último bastión en la Romaña. Luis XII designó nuevo jefe de su ejército a Gastón de Foix, duque de Nemours y sobrino suyo, que demostró ser un competente militar.

Y es que detuvo la marcha que el español Ramón Folch de Cardona, virrey de Nápoles en sustitución de Gonzalo Fernández de Córdoba, efectuaba hacia Bolonia para romper el cerco. Luego saqueó Brescia y sitió Rávena, hacia donde partió Cardona. El virrey volvió a perder la batalla, aunque como contrapartida logró abatir a Foix. El sustituto de éste, Jacques de la Palice, saqueó la ciudad pero optó por retirarse en espera de las órdenes de Luis XII. Eso supuso una bocanada de oxígeno para la Liga Santa, que incorporó a imperiales y suizos.

Todo cambió a partir de ahí. Las tropas galas fueron de derrota en derrota, perdiendo una ciudad tras otra (Milán -donde se reinstalaron los Sforza-, Bolonia, Parma, Reggio, Piacenza y Novara) y fueron expulsadas hacia su propio suelo, donde una triple tenaza (la Liga Santa desde el sur, ingleses por el norte y Sacro Imperio por el este) amenazaba la integridad del país. Su único aliado era la República de Florencia, que defendida por una modesta milicia y atemorizada por el saqueo que sufrió la vecina Prato cayó fácilmente en manos españolas, siendo entregada a los Médici.

En 1512, una expedición inglesa falló en su intento de reconquistar Aquitania al no recibir de Fernando de Aragón el apoyo prometido porque no se atendió su petición de atacar primero Navarra. Era un síntoma de los desacuerdos que se avecinaban en el seno de Liga, ya que, pese a forzar la rendición de Francia y repartirse el pastel territorial italiano, los aliados entraron en una etapa de profundas disensiones que iba a culminar en otro giro radical de la situación, con venecianos y franceses como nuevos socios.

La razón fue que Julio II y Maximiliano I acordaron que Venecia cedería al segundo Verona y Vicenza a cambio de que el emperador reconociera el dominio del Papa sobre Parma, Piacenza y Módena. También debía confirmar la investidura de Maximiliano Sforza como duque de Milán y la entrega de la mayor parte del Véneto a los Estados Pontificios. Los venecianos, excluidos de participar en ese cambalache y viendo que el Papa los amenazaba con revivir la Liga de Cambrai, volvieron sus ojos hacia los que hasta entonces habían sido sus enemigos, los franceses, firmando una alianza en Blois en 1513 para repartirse el norte italiano. (LBV)

 

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