CÓMO VIVÍAN LOS VIKINGOS
Un poema islandés muy antiguo titulado Rígsbula (La leyenda de Rig) narra la historia de Heimdal, que custodiaba el Asgard, la mansión de los dioses. Su padre fue Odín y tuvo como madre a nueve gigantas; de todas ellas juntas nació Heimdal.
Éste, al igual que su padre, tenía la costumbre de deambular por el mundo de los hombres, el Midgard, y engendrar hijos allí. En una ocasión se hizo pasar por un mortal, de nombre Rig. Primero encontró una miserable cabaña donde vivían Ai y Edda; una hogaza de pan basto y una escudilla con sopa de ternera era lo mejor que podían ofrecerle. Se quedó allí tres noches y durmió entre ellos. Nueve meses después, Edda dio a luz a un niño de piel oscura y feo rostro al que llamaron Trael («esclavo»).
Rig siguió su camino y llegó a una granja donde vivían Afi y Amma; la historia se repitió, y nueve meses después Amma alumbró un niño de mejillas sonrosadas al que llamaron Karl («hombre libre»). La tercera vez, Rig pernoctó en un palacio habitado por Fadir y Modir.
Allí le ofrecieron pan fino de trigo y fuentes de plata con carne de cerdo y aves asadas, y bebió vino en costosas copas labradas. Rig se quedó allí tres noches, y nueve meses después Modir dio a luz un niño de cabellos rubios, piel blanca y mirada penetrante al que llamaron Jarl («noble»). Ésta es la leyenda del origen de las tres clases que componían la sociedad vikinga: nobles, hombres libres y esclavos.
GRANJEROS DE ESCANDINAVIA
Ya fueran siervos, libres o nobles, la vida de los escandinavos se desarrollaba en el marco de la granja. Ésta era el núcleo económico y social del mundo vikingo, y el lugar principal en ella lo ocupaban el dueño, su esposa y sus hijos, los abuelos y los hermanos menores de aquél que permanecían solteros. Para la mayoría de las personas, este grupo familiar era lo más importante en su vida: les ofrecía seguridad, comida y cobijo.
La mujer desempeñaba un importante papel en este ��mbito y tenía los mismos derechos legales que los hombres, aunque menores en el campo económico: podía heredar, pero por detrás de sus hermanos; recibía lo que le correspondía por herencia como dote cuando se casaba y podía poseer fortuna propia (por ejemplo, tierras), aunque siempre administrada por un varón.
Era responsable de sus actos y podía ser procesada y condenada a penas similares a las que se imponían a los hombres, aunque no podía ser proscrita si estaba embarazada. Podía iniciar procesos, pero tenía que contar con un hombre para presentar su causa ante el parlamento (thing). En cierto modo, la mujer era un activo que pertenecía a la familia, por lo que no podía decidir con quién quería casarse: el matrimonio –que era, ante todo, un contrato social– permitía establecer alianzas con otras familias.
En la granja trabajaban también los esclavos, que realizaban las labores más duras. Había un gran número de ellos, pero han dejado un rastro muy tenue; cuando en una excavación aparece la tumba de un esclavo es porque ha sido ejecutado y enterrado junto a su señor para acompañarlo y servirlo en la otra vida. Los esclavos podían llegar a Escandinavia a través del comercio o como botín de guerra.
Precisamente uno de los objetivos de las expediciones vikingas era hacerse con esclavos, algunos de los cuales eran capturados para pedir por ellos un rescate a sus parientes o a la Iglesia, que rechazaba que los paganos tuviesen esclavos cristianos.
Los propios vikingos podían caer en la esclavitud si cometían delitos castigados con esta pena. Los esclavos, cuyos hijos también lo eran, podían ser liberados por sus amos; en una piedra rúnica de Hørning, costeada por un antiguo esclavo, se lee: «Toke el herrero levantó esta piedra en recuerdo de Troels, hijo de Gudmund, que le dio ayuda y la libertad».
La granja proveía de alimentos, y en ella se fabricaban tejidos y aperos agrícolas. Pero los productos especializados y los objetos de lujo procedían del exterior. De ahí que muchos granjeros dedicasen algunos meses del año al ejercicio del comercio o a la piratería.
MERCADERES Y PIRATAS
Un ejemplo de este modo de vida nos lo brinda Ottar, un vikingo noruego que tenía una granja en la zona de Tromsø. Conocemos su historia a través de una traducción de la obra de Paulo Orosio Contra los paganos. A finales del siglo IX, este texto se había convertido en un clásico y Alfredo el Grande, rey de Wessex (el más poderoso de los reinos anglosajones), promovió su traducción del latín al inglés antiguo.
La obra recibió unos interesantes añadidos, entre ellos el relato del viaje de Ottar, un mercader vikingo. El texto alude a Alfredo como hlaford (señor) de Ottar, lo que indica que entre ambos existía una relación: a cambio del juramento de lealtad y determinados servicios, Ottar podía contar con la protección real durante su estancia en Wessex. El relato prueba que, paralelamente a las razias y expediciones vikingas, existían relaciones comerciales normales entre Escandinavia y Occidente.
Ottar era uno de los hombres más ricos de su región. Su fortuna consistía en veinte vacas, veinte ovejas, veinte cerdos y una parcela de terreno que araba con ayuda de sus caballos. Pero los ingresos más jugosos los obtenía extorsionando a sus vecinos lapones, a los que obligaba a pagarle un impuesto en especie compuesto por pieles de animales, plumas de aves, huesos de ballena y cuerdas hechas con pieles de ballena y de foca; y de algunos lapones prominentes conseguía pieles de marta, nutria, reno y oso. Con todo ello viajaba a Inglaterra para comerciar.
Esta forma de vida se mantuvo durante largo tiempo. La Saga de las islas Órcadas describe el modo de vida de Sveinn Asleifsson, uno de los principales personajes del lugar, quien todavía en 1158, cuando los vikingos ya se habían cristianizado, combinaba la explotación de su granja con la tradicional piratería: «En primavera tenía Sveinn mucho de que ocuparse, vigilando él mismo la siembra del grano. Cuando el trabajo estaba hecho, salía a saquear en las Hébridas o en Irlanda y regresaba a su casa a mediados de verano».
Durante el período vikingo, Escandinavia y las regiones del Báltico jugaron un papel importante en la economía europea, suministrando a reyes, nobles y dignatarios de la Iglesia los productos exóticos que daban cuenta de su poder y prestigio. Durante siglos, la piratería y el comercio habían ido de la mano en Escandinavia, y el período vikingo no fue ninguna excepción. La piratería no excluía la práctica del comercio normal cuando las circunstancias así lo aconsejaban.
Vikingos como Ottar y Asleifsson podían proporcionar maderas para la construcción de barcos, pieles de ballena y de foca para confeccionar cuerdas, pieles de animales para ropas de abrigo, ámbar, huesos de ballena y dientes de morsa para fabricar todo tipo de objetos de marfil (relicarios, crucifijos, piezas de ajedrez…). Los mercaderes volvían de las islas Británicas con trigo, plata y tejidos, mientras que en los países mediterráneos obtenían vino, sal, cerámicas y oro. Siguiendo el curso de los ríos de Rusia llegaban hasta los enclaves vikingos de Gnezdovo, Nóvgorod y Kíev, para alcanzar desde allí Constantinopla y Bagdad, de donde regresaban con objetos maravillosos.
PROFESIONALES DEL SAQUEO
El comercio y la piratería no eran el único medio de aumentar sus posesiones: los vikingos también contaban con las expediciones militares. En ellas participaban nobles y hombres libres, pero no los esclavos, a quienes no se permitía portar armas (sólo podían poseer un cuchillo).
En los primeros tiempos, cuando un grupo de vikingos se hacía a la mar en Escandinavia, no era por tiempo indefinido, sino con la idea de atacar una o varias poblaciones, saquearlas y volver a casa cargados con un cuantioso botín. La mayoría de las embarcaciones eran patroneadas por sus propios dueños, que formaban las tripulaciones con sus criados, parientes, amigos y vecinos.
Generalmente eran gente de posición elevada en su lugar de residencia, donde poseían tierras y animales. No podían abandonar por largo tiempo sus propiedades, pero se sentían atraídos por las ideas de riqueza, botín, fama y notoriedad. El prestigio social era un elemento de capital importancia en su mundo, y una expedición afortunada sería cantada y narrada por los poetas, los escaldos, que ensalzaban las hazañas llevadas a cabo en tierras lejanas por los jefes vikingos.
El famoso poema Hávamál (El discurso del altísimo) dice: «Muere la fortuna, / muere la familia, / uno mismo también muere. / Pero sé algo / que siempre quedará: / la buena fama del difunto».
Al final del período vikingo, los reyes tomaron las riendas de la organización de las expediciones, cuyos objetivos finales eran la extorsión de grandes sumas que cobraban como tributo (llamado danegeld en Inglaterra) o la conquista de un país (como sucedió con Normandía, en Francia). Estas rentables expediciones atraían a gran número de guerreros.
La Crónica anglosajona relata un episodio que resulta ilustrativo. En el verano del año 1011, una gran flota vikinga al mando de Thorkel el Alto había invadido el sur de Inglaterra y tomado muchos rehenes, entre ellos Ælfheah (Alphege), arzobispo de Canterbury. Thorkel recibió el pago de un danegeld por la fabulosa suma de 84.000 libras, pero el arzobispo se negaba a que se pagara el rescate por su persona, fijado en 3.000 libras.
Enfurecidos, los vikingos lo llevaron a la sala donde celebraban un festín; muchos estaban borrachos de vino y se divertían tirando al arzobispo los huesos de los jamones y de las vacas que estaban consumiendo. Viéndole malherido, un vikingo llamado Thurm se apiadó de él y lo mató golpeándolo con su hacha. Corría el 19 de abril del año 1012.
GUERREROS ESFORZADOS
En contra de lo que podría creerse, no existió en Escandinavia un ejército profesional durante el período vikingo, salvo, quizá, grupos poco numerosos para la protección personal de los jefes locales y los reyes. Esta banda de guerreros era el hird, la mesnada. En la ceremonia por la que era aceptado en el grupo, el guerrero debía tomar por la hoja la espada que su señor le tendía y prometerle solemnemente lealtad absoluta.
No es de extrañar que una de las razones por las que se recuerda a los vikingos sea su valía como guerreros. El manejo de las armas era esencial para sobrevivir en una sociedad violenta: los varones se entrenaban en su uso desde muy pequeños, con ejemplares en miniatura hechos de madera, y a los diez años ya usaban armas auténticas en su adiestramiento. Numerosas sagas contienen ejemplos de jóvenes que con dieciséis años ya participaban en arriesgadas expediciones.
Pero las armas no sólo se empleaban en la guerra: también se usaban para dirimir rencillas. Si alguien recibía una afrenta o algún familiar era asesinado o muerto en una pelea, la parte ofendida podía lavar su honor por medio de la venganza de sangre. Quien no actuaba así perdía por completo el respeto de la sociedad, era tildado de cobarde y se le adjudicaban apodos infamantes que le perseguían toda su vida.
Ocurría a veces que una venganza daba lugar a otra nueva por la parte ahora ofendida, sucediéndose las agresiones hasta desembocar en una verdadera guerra entre los miembros de las familias o clanes enfrentados. Las deudas de sangre también podían cobrarse en un duelo singular llamado holmgang, en el que los combatientes iban armados con espada y escudo, que si se rompía podía ser reemplazado dos veces; el combate se realizaba en un campo delimitado y el primer contendiente que sufría una herida o salía del campo perdía el duelo.
EL VALOR DE LA HOSPITALIDAD
Parte importante del modo de vida de la aristocracia vikinga eran los banquetes. Si la dieta cotidiana era relativamente sencilla (cereales o gröt, pan de cebada, mantequilla salada, pescado seco, legumbres y algo de carne, leche, queso, manzanas y bayas), en los festines la mesa estaba mucho mejor surtida y el anfitrión desplegaba toda clase de atenciones, siguiendo el deber vikingo de hospitalidad.
El poema Hávamál lo describe bien: «Regios anfitriones / recibid al recién llegado. / ¿Dónde debéis acomodarle? / Molesto e incómodo/estará aquel/que dejéis desatendido. / Agradece el fuego / quien con frío en las rodillas / acoges en tu casa. / Paños y comida / pide el hombre / que recorre campos y cordilleras. / Agua y toalla tendrá el huésped / cuando acuda al convite. / Amigable acogida, calma y atención / cuando él quiera hablar».
Las fiestas constituían un importante nexo de unión entre hombres, señores y dioses. Entre los vikingos no había sacerdotes (goði): eran los señores quienes actuaban como tales en las ceremonias religiosas y en los banquetes. En éstos, la mesa principal se disponía sobre un estrado, en una gran sala con bancos adosados a las paredes donde se sentaban los huéspedes y sus séquitos, mientras que en el centro de la estancia ardía el fuego.
Las fiestas duraban varias horas, a veces, varios días, y eran ocasiones en las que se reforzaban los lazos de solidaridad en la comunidad vikinga. Los leales recibían favores y obsequios, se resolvían disputas, se acordaban indemnizaciones y todos escuchaban los cantos elogiosos de los escaldos al señor de la casa. (National Geographic)