JUEVES SANTO. ¿QUE SE CELEBRA HOY?
Este Jueves es una fiesta cristiana, anual y tradicional, que se celebra el jueves anterior al Domingo de Resurrección, dentro de la Semana Santa, que cierra el Ciclo Cuaresmal y abre el Triduo Pascual al atardecer de este día. En esta sociedad lamentablemente el dinero le ha ganado a la Fe y más que unas jornadas de reflexión, la Semana Santa se vive como un espacio de recreación o vacacional en el que nadie parece necesitar de Dios hasta llegado el momento.-
La Iglesia este jueves conmemora la Institución de la Eucaristía en la celebración de la Última Cena y el lavatorio de los pies realizado por Jesús según los evangelios canónicos. Más tarde, en la denominada hora santa, se rememora la agonía y oración de Jesús en el huerto de los olivos, la traición de Judas y el prendimiento de Jesús.
Hoy, Jueves Santo, iniciamos el Triduo Pascual, y en estos días celebraremos los mayores misterios de nuestra fe: la pasión y muerte de Cristo y la alegría gozosa de su Resurrección.
Todas las comunidades, en la noche del Jueves Santo, celebran y reviven la Santa Cena. Esa Eucaristía celebrada en comunidad, signo visible y eficaz de la comunión que significa “con toda la Iglesia”. Es decir, trasciende los límites de las comunidades.
Hoy es un día jubiloso y también de reflexión, porque frente al llamado “monumento”, donde queda expuesto para la adoración el Santísimo Sacramento -presencia real y silenciosa de Dios que nos acompaña cada día, calladamente- estaremos frente a Él en confiado silencio de oración para dejar que hable a cada uno haciéndonos saber su voluntad y haciéndonos partícipes del anuncio.
PERO HOY SE CELEBRA TAMBIÉN EL DIA DEL SACERDOTE Y A ELLO SE REFIRIÓ EL PAPA
El Papa Francisco en el altar de la cátedra de la Basílica de San Pedro, subrayó que “un sacerdote mundano no es otra cosa que un pagano clericalizado”.
En la lectura del profeta Isaías el Señor hace una promesa esperanzadora que nos toca de cerca: «Ustedes serán llamados sacerdotes del Señor, y se les dirá ministros de nuestro Dios. […] Yo les daré con fidelidad su recompensa y sellaré con ellos una alianza eterna» (61,6.8).
Ser sacerdotes es, queridos hermanos, una gracia, una gracia muy grande que no es en primer lugar una gracia para nosotros, sino para la gente; y para nuestro pueblo es un gran don el hecho de que el Señor elija, de entre su rebaño, a algunos que se ocupen de sus ovejas de manera exclusiva, siendo padres y pastores.
El Señor mismo es quien paga el salario del sacerdote: «Yo les daré con fidelidad su recompensa» (Is 61,8). Y Él, lo sabemos, es buen pagador, aunque tenga sus particularidades, como la de pagar primero a los últimos, y luego a los primeros, pero es su estilo.
La lectura del libro del Apocalipsis nos dice cuál es el salario del Señor. Es su Amor y el perdón incondicional de nuestros pecados a precio de su sangre derramada en la Cruz: «Al que nos sigue amando y liberando de nuestros pecados por medio de su sangre e hizo de nosotros un reino y sacerdotes para su Dios y Padre» (1,5-6). No hay salario mayor que la amistad con Jesús, no se olviden de esto.
No hay paz más grande que su perdón, y esto lo sabemos todos. No hay precio más costoso que el de su Sangre preciosa, que no debemos permitir que se desprecie con una conducta que no sea digna. Si leemos con el corazón, queridos hermanos sacerdotes, estas son invitaciones del Señor a que le seamos fieles, a ser fieles a su Alianza, a dejarnos amar, a dejarnos perdonar; no sólo son invitaciones para nosotros mismos, sino también para poder así servir, con una conciencia limpia, al santo pueblo fiel de Dios.
La gente se lo merece e incluso lo necesita. El evangelio de Lucas nos dice que, luego de que Jesús leyó el pasaje del profeta Isaías delante de su gente y se sentó, «los ojos de todos estaban fijos en Él» (4,20). También el Apocalipsis nos habla hoy de ojos fijos en Jesús, de esta atracción irresistible del Señor crucificado y resucitado que nos lleva a adorar y a discernir: «Helo aquí que viene con las nubes y todo ojo lo verá, también los ojos de los que lo traspasaron, y por Él todas las tribus de la tierra se golpearán el pecho. Sí. Amén» (1,7).
¿Qué quiere este obispo que en lugar de hablar de Jesús,habla de los ídolos de hoy? Alguno puede pesar en esto. Queridos hermanos, Jesús es el único camino para no equivocarnos en saber qué sentimos, a qué nos conduce nuestro corazón.
Él es el único camino para discernir bien, confrontándonos con Él, cada día, como si también hoy se hubiera sentado en nuestra iglesia parroquial y nos dijera que hoy se ha cumplido todo lo que acabamos de escuchar. Jesucristo, siendo signo de contradicción — que no siempre es algo cruento ni duro, ya que la misericordia es signo de contradicción y mucho más lo es la ternura—, Jesucristo, digo, hace que se revelen estos ídolos, que se vea su presencia, sus raíces y su funcionamiento, y así el Señor los pueda destruir.
Y debemos recordarlos, estar atentos, para que no renazca la cizaña de esos ídolos que supimos esconder entre los pliegues de nuestro corazón. Y quisiera concluir pidiéndole a san José, padre castísimo y sin ídolos escondidos, que nos libre de todo afán de posesión, ya que este, el afán de posesión, es la tierra fecunda en la que crecen los ídolos. Y que nos dé también la gracia de no claudicar en la ardua tarea de discernir estos ídolos que, con tanta frecuencia, escondemos o se esconden.
Y también le pedimos que allí donde dudamos acerca de cómo hacer las cosas mejor, interceda para que el Espíritu nos ilumine el juicio, como iluminó el suyo cuando estuvo tentado de dejar “en secreto” (lathra) a María, de modo tal que, con nobleza de corazón, sepamos supeditar a la caridad lo aprendido por ley. En la lectura del profeta Isaías que hemos escuchado, el Señor hace una promesa esperanzadora que nos toca de cerca: «Ustedes serán llamados sacerdotes del Señor, y se les dirá ministros de nuestro Dios. […] Yo les daré con fidelidad su recompensa y sellaré con ellos una alianza eterna» (61,6.8).
Ser sacerdotes es, queridos hermanos, una gracia, una gracia muy grande que no es en primer lugar una gracia para nosotros, sino para la gente; y para nuestro pueblo es un gran don el hecho de que el Señor elija, de entre su rebaño, a algunos que se ocupen de sus ovejas de manera exclusiva, siendo padres y pastores.
El Señor mismo es quien paga el salario del sacerdote: «Yo les daré con fidelidad su recompensa» (Is 61,8). Y Él, lo sabemos, es buen pagador, aunque tenga sus particularidades, como la de pagar primero a los últimos, y luego a los primeros, pero es su estilo.
La lectura del libro del Apocalipsis nos dice cuál es el salario del Señor. Es su Amor y el perdón incondicional de nuestros pecados a precio de su sangre derramada en la Cruz: «Al que nos sigue amando y liberando de nuestros pecados por medio de su sangre e hizo de nosotros un reino y sacerdotes para su Dios y Padre» (1,5-6). No hay salario mayor que la amistad con Jesús, no se olviden de esto.
No hay paz más grande que su perdón, y esto lo sabemos todos. No hay precio más costoso que el de su Sangre preciosa, que no debemos permitir que se desprecie con una conducta que no sea digna. Si leemos con el corazón, queridos hermanos sacerdotes, estas son invitaciones del Señor a que le seamos fieles, a ser fieles a su Alianza, a dejarnos amar, a dejarnos perdonar; no sólo son invitaciones para nosotros mismos, sino también para poder así servir, con una conciencia limpia, al santo pueblo fiel de Dios.
La gente se lo merece e incluso lo necesita. El evangelio de Lucas nos dice que, luego de que Jesús leyó el pasaje del profeta Isaías delante de su gente y se sentó, «los ojos de todos estaban fijos en Él» (4,20). También el Apocalipsis nos habla hoy de ojos fijos en Jesús, de esta atracción irresistible del Señor crucificado y resucitado que nos lleva a adorar y a discernir: «Helo aquí que viene con las nubes y todo ojo lo verá, también los ojos de los que lo traspasaron, y por Él todas las tribus de la tierra se golpearán el pecho. Sí. Amén» (1,7).
La gracia final, cuando vuelva el Señor resucitado, será la de un reconocimiento inmediato: lo veremos traspasado, reconoceremos quién es Él y quiénes nosotros, pecadores; sin más. “Fijar los ojos en Jesús” es una gracia que, como sacerdotes, debemos cultivar. Fijar los ojos en Jesús. Al terminar el día hace bien mirar al Señor y que Él nos mire el corazón, junto con el corazón de la gente con la que nos encontramos. No se trata de contabilizar los pecados, sino de una contemplación amorosa en la que miramos nuestra jornada con la mirada de Jesús y vemos así las gracias del día, los dones y todo lo que ha hecho por nosotros, para agradecer.
Y le mostramos también nuestras tentaciones, para discernirlas y rechazarlas. Como vemos, se trata de entender qué le agrada al Señor y qué desea de nosotros aquí y ahora, en nuestra historia actual. Y quizá, si sostenemos su mirada bondadosa, de parte suya habrá también una señal para que le mostremos nuestros ídolos. Esos ídolos que, como Raquel, escondimos bajo los pliegues de nuestro poncho (cf. Gn 31,34-35).
Dejar que el Señor mire nuestros ídolos, que todos tenemos,escondidos nos hace fuertes frente a ellos y les quita su poder. La mirada del Señor nos hace ver que, en realidad, en ellos nos glorificamos a nosotros mismos, porque allí, en ese espacio que vivimos como si fuera exclusivo, se nos mete el diablo agregando un componente muy maligno: hace que no sólo nos “complazcamos” a nosotros mismos dando rienda suelta a una pasión o cultivando otra, sino que también nos lleva a reemplazar con ellos, con esos ídolos escondidos, la presencia de las divinas personas, del Padre, del Hijo y del Espíritu, que moran en nuestro interior.
Es algo que se da de hecho. Aunque uno se diga a sí mismo que distingue perfectamente lo que es un ídolo y quién es Dios, en la práctica le vamos quitando espacio a la Trinidad y dándoselo al demonio, en una especie de adoración indirecta: la de quien lo esconde, pero escucha sus discursos y consume sus productos todo el tiempo, de manera tal que al final no queda ni un ratito para Dios. Porque Él es así, va hacia adelante lentamente. En otras ocasiones hemos hablado de demonios educados, aquellos que dice el Señor que son peores que los que ha expulsado. Son educados, suenan el timbre, entran y paso a paso se hacen posesión de la casa. Debemos estar atentos, estos son nuestros ídolos.
Es que los ídolos tienen algo, un elemento, personal. Al no desenmascararlos, al no dejar que Jesús nos haga ver que en ellos nos estamos buscando mal a nosotros mismos sin necesidad, y que dejamos un espacio en el que se mete el Maligno.
Debemos recordar que el demonio exige que hagamos su voluntad y le sirvamos, pero no siempre requiere que le sirvamos y adoremos continuamente. Sabe moverse, es un gran diplomático. Recibir la adoración de vez en cuando le es suficiente para mostrarse que es nuestro verdadero señor y que todavía se sienta dios en nuestra vida y corazón.
Un sacerdote mundano no es otra cosa que un pagano clericalizado…un sacerdote mundano no es otra cosa que un pagano clericalizado. Otro espacio de idolatría escondida echa sus raíces allí donde se da la primacía al pragmatismo de los números. Los que tienen este ídolo escondido se reconocen por su amor a las estadísticas, esas que pueden borrar todo rasgo personal en la discusión y dar la preeminencia a las mayorías que, en definitiva, pasan a ser el criterio de discernimiento, es feo.
Éste no puede ser el único modo de proceder ni el único criterio en la Iglesia de Cristo. Las personas no se pueden “numerar”, y Dios no da el Espíritu “con medida” (cf. Jn 3,34). En esta fascinación por los números, en realidad, nos buscamos a nosotros mismos y nos complacemos en el control que nos da esta lógica, que no tiene rostros y que no es la del amor sino números.
Una característica de los grandes santos es que saben retraerse de tal manera que le dejan todo el lugar a Dios. Este retraimiento, este olvido de sí y deseo de ser olvidado por todos los demás, es lo característico del Espíritu, el cual carece de imagen propia simplemente porque es todo Amor que hace brillar la imagen del Hijo y en ella la del Padre.
El reemplazo de su Persona, que ya de por sí ama “no aparecer”, porque no tiene imagen, es lo que busca el ídolo de los números, que hace que todo “aparezca” aunque de modo abstracto y contabilizado, sin reencarnación. Un tercer espacio de idolatría escondida, hermanado con el anterior, es el que se abre con el funcionalismo, un ámbito seductor en el que muchos, “más que con la ruta se entusiasman con la hoja de ruta”.
La mentalidad funcionalista no tolera el misterio, pero si a la eficacia. De a poco, este ídolo va sustituyendo en nosotros la presencia del Padre. El primer ídolo sustituía la del Hijo, el segundo ídolo el Espíritu y este al Padre.
Nuestro Padre es el Creador, pero no uno que hace “funcionar” las cosas solamente, sino Uno que “crea” como Padre, con ternura, haciéndose cargo de sus criaturas y trabajando para que el hombre sea más libre. El funcionalista no sabe gozar con las gracias que el Espíritu derrama en su pueblo, de las que podría “alimentarse” también como trabajador que se gana su salario. El sacerdote con mentalidad funcionalista tiene su propio alimento, que es su ego.
En el funcionalismo, dejamos de lado la adoración al Padre en la pequeñas y grandes cosas de nuestra vida y nos complacemos en la eficacia de nuestros planes. Como David cuando, tentado por Satanás (cf. 1 Cro 21,1) se encaprichó en realizar el censo. Estos son los enamorados, del plan de ruta y no del camino.
En estos dos últimos espacios de idolatría escondida (pragmatismo de los números y funcionalismo) reemplazamos la esperanza, que es el espacio del encuentro con Dios, por la constatación empírica. Es una actitud de vanagloria por parte del pastor, una actitud que desintegra la unión de su pueblo con Dios y plasma un nuevo ídolo basado en números y planes: el ídolo de «mi poder, nuestro poder, nuestro programa, nuestros planes pastorales».Esconder estos ídolos (con la actitud de Raquel) y no saber desenmascararlos en la propia vida cotidiana, lastima la fidelidad de nuestra alianza sacerdotal y entibia nuestra relación personal con el Señor.
¿Qué quiere este obispo que en lugar de hablar de Jesús,habla de los ídolos de hoy? Alguno puede pesar en esto. Queridos hermanos, Jesús es el único camino para no equivocarnos en saber qué sentimos, a qué nos conduce nuestro corazón. Él es el único camino para discernir bien, confrontándonos con Él, cada día, como si también hoy se hubiera sentado en nuestra iglesia parroquial y nos dijera que hoy se ha cumplido todo lo que acabamos de escuchar. Jesucristo, siendo signo de contradicción — que no siempre es algo cruento ni duro, ya que la misericordia es signo de contradicción y mucho más lo es la ternura—, Jesucristo, digo, hace que se revelen estos ídolos, que se vea su presencia, sus raíces y su funcionamiento, y así el Señor los pueda destruir.
Y debemos recordarlos, estar atentos, para que no renazca la cizaña de esos ídolos que supimos esconder entre los pliegues de nuestro corazón. Y quisiera concluir pidiéndole a san José, padre castísimo y sin ídolos escondidos, que nos libre de todo afán de posesión, ya que este, el afán de posesión, es la tierra fecunda en la que crecen los ídolos.
Y que nos dé también la gracia de no claudicar en la ardua tarea de discernir estos ídolos que, con tanta frecuencia, escondemos o se esconden. Y también le pedimos que allí donde dudamos acerca de cómo hacer las cosas mejor, interceda para que el Espíritu nos ilumine el juicio, como iluminó el suyo cuando estuvo tentado de dejar “en secreto” (lathra) a María, de modo tal que, con nobleza de corazón, sepamos supeditar a la caridad lo aprendido por ley.